Voy a compartir con vosotros una
historia que llegó a mis oídos cuando era pequeña y no quisiera que quedara en
el olvido.
Se trata de
un chico llamado Inoy, en Bandolor junto a un volcán, vivía con sus padres,
hermanos mayores y abuelos. Tenían una vida acomodada, hasta que el volcán
entró en erupción. Para salvar sus vidas tuvieron que subir al tejado de su
casa perdiendo todas sus pertenencias. Pasaron mucho miedo y horas de angustia
hasta que pudieron bajar.
Desgraciadamente, el padre de
Inoy sufrió grandes quemaduras en sus manos que le impidieron seguir
trabajando, y para sobrevivir después de la tragedia, encontraron refugio en el
vertedero municipal de Filipinas y pudieron construirse una choza. Allí vivían
muchas personas, la mayoría indocumentadas que no sabían leer ni escribir,
otros se encontraban muy enfermos por la escasa higiene y muchos niños
huérfanos.
Aunque
tardaron en adaptarse pronto se pusieron a trabajar, lo habían perdido todo y
tenían que sobrevivir. Para Inoy la vida resultaba muy dura, tuvo que dejar el
colegio para ayudar a sus padres y hermanos en la recogida de basura para
después ser vendida. Tenían que seleccionar las cosas que podían ser
reutilizadas de las que no: plástico, hierro, aluminio y cobre (era lo que más
dinero daba).
Muchos niños
trabajaban, pero enfermaban continuamente por el contacto con las bacterias,
otros se cortaban con cristales, objetos punzantes, hierros, etc., sin la posibilidad de poder ir al médico.
Tampoco podían ir al colegio, estaba bastante lejos y los libros eran muy
caros. Las familias del poblado chabolista no podían permitirse el “lujo” de
que sus hijos dejaran de trabajar en la recogida porque después les faltaba
para comer.
Aun así, el
chico llegó a “acostumbrarse” a esa vida tan precaria. Pronto pudo hacer nuevos
amigos que supieron ayudarle. Entre sus amistades se encontraba Flor, una chica
dulce, amable, de buen corazón, que era muy especial para él. Pero ella se
encontraba muy enferma, teniendo que seguir un tratamiento costoso y poco asequible
para su familia. Inoy se encontraba muy apenado por su querida amiga porque no
sabía cómo ayudarla, cada día la veía más paliducha.
Días después
de la última visita a Flor, se dispuso con la recogida de basura, pero ocurrió
algo sorprendente. Mientras recogía, vio a lo lejos algo que brillaba entre
unos plásticos. Aquello le llamó la atención y andando cautelosamente encontró
aquel objeto tan luminoso. Se agachó para llevárselo a la mano. Tuvo que
pestañear dos veces para poder cerciorarse de que era una gran sortija de oro
con pequeñas incrustaciones de rubíes. El corazón empezó a palpitarle muy
fuerte y sin levantar sospecha se dirigió a su chabola. Sabía que le darían
mucho dinero si la vendía y sería la solución para que su familia pudiera tener
la vida de antes y volver a los estudios, que tanto le gustaba. Pero pensó en
ayudar a su amiga, que tan enferma se encontraba, al fin y al cabo su familia
estaba sana, pero ella no podía ser como los demás niños.
Toda la noche
estuvo en vela pensando en aquella sortija, pero cuando llegó la mañana decidió
ir a la ciudad a comprar tantas medicinas como fueran necesarias para que su
amiga siguiera el tratamiento. No dijo nada a sus padres, porque sabía que no
le dejarían marchar y aún era pronto para contarles que poseía esa joya tan
valiosa, la voz se correría y podría sufrir un atraco en el mismo barrio. Ir a
la capital le asustaba un poco, nunca había ido solo y hacía mucho tiempo que
no ponía un pie allí. Su objetivo era vender la sortija e ir al hospital en
busca de Don Francisco Rodrigues, el doctor de Flor. Ella hablaba tan bien de
él que incluso llegó a sentir curiosidad por conocerlo.
Aunque llegó
varias horas en llegar, haciendo autoestop consiguió que un camionero lo dejara
al lado del mercado. Cuando bajó, vio el gentío de un lado a otro comprando, al
pescadero, al carnicero, al frutero... Cuando salió, con la única moneda que
tenía, compró una orquídea para su abuela, era su flor favorita y quería
sorprenderla.
En la calle
veía a personas tomando café en los bares, niños jugando con pelotas nuevas, gente
bien vestida, y pensó que sus trabajos eran mucho más gratificantes que el de
su familia en el vertedero. Todos ellos miraban a Inoy con mala cara, el pobre tenía
pintas de vagabundo. Aun así intentó no compadecerse de sí mismo y disfrutó de
todo lo nuevo que veía, recordando otras que creía ya tener olvidadas.
Después de
varias horas andando por la ciudad, cayendo la noche, logró encontrar el
hospital. Estuvo dando muchas vueltas innecesarias porque algunas personas lo
engañaban dándole la dirección incorrecta para reírse de él. Cuando vio arriba
del edificio con grandes letras iluminadas “Hospital Santa Teresa” sus ojos se
humedecieron, finalmente tantas horas de búsqueda habían dado su fruto.
Corrió a su
interior y en recepción contó toda la historia y sus deseos de ver al doctor.
Pero la amable chica llamada Elisabeth (lo supo porque lo leyó en su chapita
identificativa), le dijo que tenía que esperar a la mañana para poder verlo. Y
allí se quedó Inoy en la sala de espera hasta la hora de salir el sol.
Pensaba en lo
preocupada que estaría su familia, pero sabía que cuando llegara lo
comprenderían todo. Se sentía hambriento, un vaso de leche era lo que
sustentaba su estómago y deseaba comer. Pero tanto lo deseó que Elisabeth se
compadeció de él y le llevó un sándwich y zumo, realmente se le veía con cara
hambrienta. Ella se interesó por su vida y él respondía a todas sus preguntas
con amabilidad. Estuvieron un rato charlando hasta que el sueño pudo con Inoy.
A la mañana
siguiente, se despertó en una habitación con cama confortable. La televisión
estaba encendida y un rico desayuno se encontraba en una bandeja sobre la
pequeña mesa. Se levantó con un sobresalto, no sabía cómo había llegado ahí.
Pocos minutos después entró un hombre alto, con bata blanca, corpulento, de
manos grandes y cuidadas, pelo liso con ralla a un lado y ojos almendrados. Se presentó,
era Don Francisco, y el chico bastante excitado le contó el motivo por el que
allí se encontraba. Pero el doctor lo calmó,
ya lo sabía todo, Elisabeth le puso al tanto cuando bien temprano llegó
al hospital y él mismo lo había llevado la sala de reposo.
Don Francisco
le explicó a Inoy que su amiga sufría de leucemia y que hacía bastantes meses que
no iba a las terapias. Sabía que la situación económica de la familia de Flor era
bastante pobre y no podía hacer nada si ella no recibía el tratamiento. Pero el
chico sacó de su bolsillo la sortija de oro con rubíes y firmemente pidió que
con el dinero de la joya se costeara el tratamiento de la muchacha.
El doctor
quedó tan sorprendido por la actitud de Inoy, de su valentía y del buen corazón
que demostraba, que prometió internar a Flor para que recibiera los
tratamientos y se recuperara lo antes posible. Igualmente Inoy quedó fascinado
de la sabiduría, de la amabilidad y educación que emanaba aquel hombre al
explicarle el caso de su amiga, que se prometió a sí mismo hacer todo lo
posible para ir al colegio y llegar a ser tan buen doctor como él y así ayudar
a todos los enfermos que vivieran en situaciones difíciles.
Al final de
la tarde, el mismo Don Francisco llevó a Inoy al poblado y cuando llegó a su
casa toda la familia estaba muy preocupada por él, ya que algunas personas
morían enterradas por las montañas de basura. Una vez calmados, el doctor
explicó la buena obra de caridad que había hecho con Flor y estuvieron orgullosos
de él. Después se dirigieron a casa de la familia de su amiga y quedaron muy
emocionados por lo que había hecho. Flor lloraba, pero de emoción, no sabía
cómo agradecérselo.
Pero la
alegría no acababa ahí, porque Don Francisco dio la noticia a Inoy y a su
familia de que había decidido apadrinarlo y llevarlo a la capital a estudiar,
para que realizara su sueño de ser un gran médico. Todos saltaron de alegría e
Inoy se sintió afortunado porque su sueño se hacía realidad y aunque no se
quedó con la joya obtuvo su recompensa por el buen corazón que tenía.
Todos deberíamos de ser en algún
momento Inoy.
Autora: POE (©Leticia Mestre)
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